Observo en los últimos meses muchas «advertencias» por parte de las autoridades públicas en torno al uso de las redes sociales. Ya no solo se trata de jóvenes que quedan con mayores o con pervertidos de su edad sino también de adultos que ponen el número de su cuenta corriente en Facebook o que son timados por un supuesto face-amigo. Por no hablar de los divorcios que aparentemente está «provocando» esta red social. El problema no está en las redes sociales, sino en su uso.

Obsérvese en este sentido lo que ha dicho el Departamento de Consumo del Gobierno Vasco tras recibir denuncias por estafas de telefonía móvil: «Recomendamos precaución a la hora de volcar los datos personales en las redes sociales. Antes de intercambiar datos de carácter personal, hay que asegurarse de que el sitio web dispone de protocolos seguros y política de privacidad».
En esta vida hay que tener cuidado siempre. Pero no solo en Facebook sino en todo lo que se hace. Por eso no entiendo esa obsesión con las redes sociales y con los datos personales. ¿Es arriesgado poner en nuestro perfil el número del móvil o nuestro estado marital? No necesariamente. Lo que sí es peligroso es colocar esa información en público o dejar que cualquiera pueda ser amigo nuestro. Pero para saber esto solo hay que estar mínimamente informado, como para todo en la vida.
Además, hay muchos otros casos en los que las redes sociales están demostrando una enorme capacidad para resolver problemas humanos. Sirvan algunos ejemplos:
– Las revoluciones del norte de Africa, donde Twitter o Facebook se emplean para agrupar a personas con inquietudes similares.
– La nevada de la A-6, de la que varios tuiteros informaron puntualmente a todo el mundo.
– Las carteras encontradas cuyos dueños aparecen vía Facebook.
– El niño con una leucemia que fue detectada gracias a que su padre puso una foto en Facebook y un médico observó una mancha cancerígena en su cara.